Kafka Tamura
se va de casa el día en que cumple quince años. La razón, si es que la hay, son
las malas relaciones con su padre, un escultor famoso convencido de que su hijo
habrá de repetir el aciago sino del Edipo de la tragedia clásica, y la
sensación de vacío producida por la ausencia de su madre y su hermana, a
quienes apenas recuerda porque también se marcharon de casa cuando era muy
pequeño. El azar, o el destino, le llevarán al sur del país, a Takamatsu, donde
encontrará refugio en una peculiar biblioteca y conocerá a una misteriosa mujer
mayor, tan mayor que podría ser su madre, llamada Saeki.
Si sobre la vida de Kafka se cierne
la tragedia -en el sentido clásico-, sobre la de Satoru Nakata ya se ha abatido
-en el sentido real-: de niño, durante la segunda guerra mundial, sufrió un
extraño accidente que lo marcaría de por vida. En una excursión escolar por el
bosque, él y sus compañeros cayeron en coma; pero sólo Nakata salió con
secuelas, sumido en una especie de olvido de sí, con dificultades para
expresarse y comunicarse... salvo con los gatos. A los sesenta años, pobre y
solitario, abandona Tokio tras un oscuro incidente y emprende un viaje que le
llevará a la biblioteca de Takamatsu. Vidas y destinos se van entretejiendo en
un curso inexorable que no atiende a razones ni voluntades. Pero a veces hasta
los oráculos se equivocan.
Como en el mejor Murakami, pasado y
presente, sueño y vigilia, se funden y solapan creando una atmósfera en la que
resulta difícil discernir deseo y pesadilla. Pero Kafka en la orilla es también una versión inusitada de la tragedia
clásica pasada por el tamiz de una sensibilidad moderna, impregnada de su
distanciamiento oriental y su desbordante imaginación, y salpicada de
referencias culturales contemporáneas, música, sensualidad y un fino sentido
del humor: Murakami en estado puro.
A finales de 2005, los críticos del
suplemento literario del New York Times
proclamaron Kafka en la orilla la
mejor novela del año.